Sunshine 3



Sunshine III:
Un viaje al país de la abundancia y el desperdicio (EEUU).

x Il persecuttore

Cada una de esta serie de historias que he dado a llamar Sunshine comienza y termina en un mismo lugar, más precisamente, en dos lugares, dos aeropuertos: el de Ezeiza y el de Miami. El primero mucho más familiar por la estrecha relación que me ata, por cercanía, por ser el lugar de trabajo de varios de mis amigos y porque la vida en barrio 1, mi segundo hogar, desde su nacimiento está íntimamente ligado con la vida del aeropuerto; y por las repetidas veces que fue escenario del inicio de varias historias aquí narradas, de  cada viaje en el que reluce los brillos y opacan las sombras de una civilización en decadencia cultural, moral, ideológica y económica.
Este tercer viaje tuvo al aeropuerto como escenario silencioso, alejado de las acostumbradas despedidas improvisadas en el espigón internacional para estar junto a rostros conocidos los últimos momentos antes de partir. Esta vez no me pareció conveniente una despedida, ya que, a diferencia de las dos veces anteriores, no me estaba yendo a vivir a ninguna parte ni a “exiliarme” económicamente, o a buscar un paisaje nuevo o distinto para habitar. Mi viaje anterior había sido tan calamitoso que se me había curado del todo la idea de irme allá por más de un mes, tiempo más que suficiente para cumplir con la visita anual que estaba empujado a hacer. Estas eran, como las había llamado, unas simples vacaciones, a las que, sobre todo,  no estaba yendo, sino volviendo.
Así es que durante el receso universitario de invierno del 2008 partí hacia Estados Unidos con siguientes objetivos, entre ellos: cumplir con los requisitos de la green card, la tarjeta verde, que me instaba a pisar suelo norteamericano cada seis meses si quería seguir conservando el status legal de residente; visitar a mi mamá, a quien no veía desde noviembre del año anterior cuando había decido volver a Argentina para quedarme a vivir por un tiempo, y a mis dos hermanos, quienes temporalmente estaban viviendo y trabajando en Estados Unidos: el menor, Titi, en Wellington, Florida, a una hora de la casa de mi mamá; y el mayor, Nacho, en Albuquerque; y por último, iba a aprovechar la estadía de Nacho en Nuevo México para hacerme un viaje al sudeste y conocer un lugar radicalmente opuesto al que estaba acostumbrado en el sur de la Florida.
Titi hacía ocho meses que estaba viviendo allá, con un mes de paréntesis en el que se tomó unas vacaciones en Argentina. Y Nacho hacía cuatro meses que había entrado a trabajar en una empresa de arquitectura y construcción a la que lo habían recomendado. La última vez que lo había visto fue en la Terminal de micros de Bariloche, cuando nuestro viaje por la Patagonia se bifurcó: yo seguía viaje en dirección sur hasta el Bolsón y Esquel, y él volvía a Buenos Aires para tomarse un avión a Miami y otro a Albuquerque donde ya lo estaban esperando con un contrato de trabajo.
En Buenos Aires había quedado yo solo, viviendo con mi papá, haciendo una vida sedentaria desde el mes de marzo cuando me inscribí en la universidad. Habían pasado ya cinco meses desde que había hecho mi último viaje, y ansiaba volver al camino.
Mamá había estado lucubrando un plan para cuando nos reuniéramos por primera vez los cuatro en su casa, para pasar el fin de semana largo del 4 de julio juntos y concretar un viejo sueño que arrastraba desde que se había instalado en la Florida: ir conmigo hasta Key West a visitar la casa de Ernerst Heminway, un peregrinaje a una suerte de meca literaria. 
Así que el 3 de julio, con un respaldo económico extremadamente limitado, me embarqué en un vuelo de EZE a MIA con escala en SCL.

rockola